Esta entrada estaba originalmente proyectada para ser la tercera y última de la serie Reflexiones del inicio del 2009, pero ya el 2009 tiene más de un mes de edad y resulta inoportuno incluirla dentro de esa serie. He cambiado pues el título original, pero no el tema.
El espacio para la Esperanza y el Optimismo
Una dramática escena de la serie televisiva
Raíces (
Roots) ha permanecido siempre en mi memoria. Cuando Kunta Kinte, el personaje central, es capturado con cadenas por los traficantes de esclavos, lucha tenazmente por liberarse y se esfuerza por zafarse de las cadenas. Su cara refleja una gran agitación, pero todo su intento es en vano. Finalmente se da cuenta de lo inútil de su resistencia y se rinde. Cesa su lucha, se arrodilla, llora (así lo recuerdo), se resigna. Angustia.
En mi percepción personal, lo más triste de la escena no es la captura de un ser humano libre para esclavizarlo ―hecho indiscutiblemente abominable―, sino la resignación de Kunta, un ser libre que se da por vencido. Se resigna ―al menos por ese momento― y se somete a la voluntad de su destino, manipulado en este caso por otros.
Muchos de los que han tenido perritos como mascotas posiblemente recuerden esos días iniciales en que se amarra al cachorro. Se resiste al principio. Protesta: ladra, gime, gruñe. No obtiene resultados. Lucha: muerde la cadena y trata de zafarse del collar. Todo en vano. Luego de un tiempo, llega finalmente la resignación. Es lo que sus amos desean. Situaciones parecidas se presentan cuando se doma a los caballos y los animales de circos.
Los escenarios anteriores no son comparables, pero en el fondo hay un tema en común en todos ellos que me inspira una misma tristeza: ver a un ser vivo libre resignarse, dejar de luchar, someterse a la voluntad de otros. La esperanza fue perdida y continuar la lucha ya no tenía sentido.
Esa desesperanza es la que menos debemos dejar que aflore ahora y prevalezca en nuestro entorno inmediato, en nuestra sociedad y en el mundo.
Hace dos décadas, el mundo recibió con gran regocijo el final de la guerra fría, en un momento en que las calamidades de las guerras mundiales ya eran recuerdos de la historia. Llegó entonces el nuevo milenio cargado de promesas y esperanza para la humanidad. Se respiraba optimismo. Una paz perdurable y un continuo progreso económico global parecían posibilidades reales. Incluso alguien proclamó «el fin de la historia». Desafortunadamente, en pocos años el mundo ha cambiado nuevamente de manera radical.
Desde hace unos meses, el panorama económico mundial luce bastante nebuloso. Al parecer, pocas las naciones estarán inmunizadas contra los efectos de la crisis económica. Alrededor del mundo, muchos seres humanos sienten incertidumbre. A todo ello se suman los diversos conflictos bélicos que no acaban y las latentes amenazas terroristas, que ya datan de hace varios años. Todavía en esta primera década del siglo XXI tenemos un genocidio en curso. Y falta aún el consenso mundial (y la voluntad) para enfrentar decididamente el tema del cambio climático. Muchos se sienten como víctimas impotentes de fuerzas fuera de su control, o marionetas manipuladas por las «manos invisibles» del destino.
Los pesimistas perennes posiblemente estén pensando que los hechos les han dado la razón. Desde que los «ingenuos e ilusos» filósofos de la Ilustración creyeron en el siglo XVIII en la posibilidad de una humanidad cada vez más perfeccionada a través del conocimiento y la razón, y un progreso continuo en el mundo, muchos hechos posteriores parecen haber mostrado lo contrario. Llegaron las guerras napoleónicas, y la revolución francesa de transformó en otra cosa. Ya en el mismo siglo XIX tuvimos las crisis económicas de gran escala. El siglo XX tuvimos las dos guerras mundiales, la Gran Depresión, el nazismo y el fascismo; surgieron los campos de concentración, Auschwitz, los genocidios; aparecieron las armas nucleares y tuvimos a Hiroshima y Nagasaki; vino la desastrosa revolución cultural en China que cobró incontables víctimas inocentes; y el experimento del comunismo fracasó rotundamente, y dejó en su paso dictaduras, gulags y más víctimas. Hubo destrucciones causadas por humanos a una escala sin precedentes, a pesar de que también experimentamos avances a un ritmo nunca antes visto en la historia humana.
¿Queda realmente espacio para la esperanza y el optimismo? ¿Es válido todavía el idealismo al estilo Obama? ¿Sería que aquellos pesimistas con respecto a la naturaleza humana, que se mofan de la «ingenuidad» de los filósofos de la Ilustración, tienen después de todo la razón?
De ninguna manera creo poseer una respuesta absoluta para eso; tampoco pienso que nadie lo tenga realmente. No obstante eso, y a pesar de que otras voces mucho más autorizadas que yo piensen lo contrario, prefiero alinearme con el lado de la esperanza y el optimismo, y creer en que poco a poco, con el aporte de todos, nuestra humanidad va a cambiar y evolucionar hacia un mejor estado. Estoy consciente de que existen ideales o metas que por más esfuerzos que les dediquemos no los alcanzaremos en nuestras vidas, pero también creo que si no intentamos, nunca llegarán. Si hoy día muchos ideales y metas ya han sido alcanzados es porque en el pasado muchos también les dedicaron esfuerzos, sin alcanzar a ver los frutos en su vida. Nuestro tributo a los que nos antecedieron es hacer lo mismo en beneficio de los que nos sucederán.
Todo lo anterior lo acepto y expreso no por un puro y simple idealismo ingenuo, sino porque entiendo que tiene justificaciones de peso.
Es cierto que no creo que pueda invocar certezas científicas para justificarlo, por cuanto la ciencia aún no puede contestarnos si los fenómenos del mundo, incluyendo la historia humana, son deterministas o aleatorios. Quizás nunca tendremos esa respuesta. El examen de la historia humana tiende a indicarnos que en general la civilización humana avanza, pero también ha existido épocas de retrocesos, al menos en algunos sentidos. (Los teóricos que predijeron el curso inevitable de la historia dejaron de tener vigencia con la caída del comunismo). Incluso a nivel de la psicología humana, la neurociencia y la genética, todavía ni siquiera sabemos con exactitud qué papel desempeñan los genes, el entorno, la crianza y el aprendizaje en la formación de la personalidad de cada persona. Y en la filosofía, eminentes pensadores no han podido ponerse de acuerdo con respecto al alcance del libre albedrío, ni siquiera sobre si realmente existe o no. (En muchas religiones sí es un concepto aceptado).
Si prefiero pensar que los genes no dictan el curso total de nuestra vida, que sí tenemos el libre albedrío, que el destino no está predeterminado, sino que depende en parte de nuestras propias acciones y, consecuentemente, el futuro de nuestra humanidad también depende en parte de todos nosotros, es porque lo creo así, a pesar de saber que no tengo la absoluta certeza, y porque también facilita la vida. (Sobre este último punto ya la psicología y algunos filósofos y pensadores ―como Popper― lo han entendido y expresado desde hace mucho tiempo). Hace que la vida tenga más sentido, aun en el caso hipotético de que los fenómenos del mundo fuesen realmente deterministas y cada vida estuviera predestinada. Esa creencia posibilita la esperanza, que a su vez hace necesaria el optimismo. En ausencia de una sana dosis de optimismo, la esperanza se diluye, y sin la esperanza, el optimismo no tiene razón de ser. A falta de ambos, quedaría sólo la resignación. Caeríamos como Kunta o como el animal domado. Una perspectiva demasiado sombría y triste para ser aceptada.
El espacio para la esperanza y el optimismo no debe desvanecerse.
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