Sunday, August 31, 2008

The Hours

Lamentablemente las limitaciones del tiempo no me permiten escribir tanto como me gustaría. Reproduzco a continuación, con mínimas correciones, un mensaje electrónico que envié a varios amigos, el martes, 20 de mayo de 2003, con relación a la película The Hours (del director Stephen Daldry, 2002), que es una de mis favoritas.

From: Y.E.L.
Sent: Tuesday, May 20, 2003 3:22 AM
To:
Subject: The Hours

Mis estimados:

Desde hace varias semanas he estado siendo perseguido por el deseo de escribirles un mensaje para comentarles un poco la fortísima impresión que me dejó la película The Hours (Las horas). Lamentablemente diversos factores me habían impedido concretizarlo. Entre esos factores estaban la escasez del tiempo y la visita de Morfeo (el señor y amo de los sueños) a estas horas de la madrugada (que son las horas que frecuento el espacio cibernético), venciendo mi voluntad y deseo. Sin embargo, quizás el factor más importante era que simplemente no sabía con claridad qué exactamente plasmar en este mensaje.

Hoy, empero, con la ayuda de una dosis de chocolate caliente (una de mis debilidades) cerca del mediodía, que me ha dejado todo el día entero hiperactivo, parece que por fin toma forma el mensaje.

Existen películas que cuando acabo de verlas me dejan impactado y pensativo por un buen rato, sentado en la butaca de la sala del cine, sin deseos de salir de la sala. Son películas que de alguna manera me tocan profundamente. Películas como The Mission (La misión), Gandhi, Shine, Schindler’s List (La lista de Schindler), Moulin Rouge, etc. El impacto que describo se puede manifestar igualmente en el contacto con otras manifestaciones artísticas. Así, ese mismo tipo de impacto se percibe ocasionalmente cuando uno tiene la dicha de haber presenciado una gran interpretación de una pieza musical en una sala de concierto, solo que en esos momentos uno no se queda pensativo y callado, sino que se levanta de su asiento y aplaude con vehemencia, como deseando descargar la emoción percibida y contenida dentro de uno. No he tenido la fortuna de encontrarme con una pintura que me cause un impacto tan profundo y conmovedor que casi me haga llorar (como he leído que pasan con algunas personas, pero no he sido uno de esos afortunados). No lo hizo ni siquiera la Guernica de Picasso.

Recientemente pasaron por nuestras salas dos de esas películas. La primera de ellas fue The Pianist (El pianista) del afamado director polaco-francés Roman Polanski, en una función de una sola noche, hace poco más de dos meses, de un sábado en el pasado Festival de Cine de Santo Domingo. Lamentablemente la película aún no ha llegado a las salas comerciales del país. Si en alguna ocasión tienen la oportunidad de verla, no la dejen pasar. Es realmente un gran tributo al espíritu humano, basado en una historia real, con bellísimas piezas musicales de Chopin, a parte de mostrar hasta dónde puede conducirnos la intolerancia de los hombres. Es otra película que fácilmente la vería una o dos veces más.

La otra película fue The Hours, la cual vi un total de cuatro veces (!) en las seis a ocho semanas que estuvo proyectándose en las salas de estreno de Santo Domingo. Pensarán que soy ridículo, pero amén, si ustedes han recibido este mensaje es porque son amigos míos de confianza y no temo que vayan a pensar que soy ridículo.

¿En qué consiste esa especie de fascinación que me provocó la película The Hours? En su bellísima música (creo que original para esa película), usada magistralmente para dramatizar muchas escenas. Su extraordinario (en la acepción fuera-de-lo-ordinario) libreto y montaje (edición), con las escenas de las tres historias entrelazadas fluidamente. Las brillantes actuaciones de las tres actrices principales. Pero por encima de todo eso, creo que la película contiene escenas y diálogos que impactan profundamente y/o que llaman a la reflexión seria (por lo menos ocurrió conmigo).

La primera escena que me fascinó fue la de Virginia Woolf junto a su sobrinita realizando el «funeral» de la pequeña ave. La parte final de esa escena, con Virginia Woolf recostándose en el suelo y viendo a la difunta ave, dramatizada con el excelente tema musical de la película, muestra a la gran escritora compasiva (y quizás extraordinariamente sensible), cual tratando de comunicarse con el alma de la criatura (o quizás con Dios), mientras su hermana y los niños, ocupados en juegos triviales, permanecen totalmente ajenos a su introspección. La segunda escena fue la que se desarrolló en la estación del tren entre Virginia Woolf y su esposo. Las palabras que salieron de los labios de Nicole Kidman, interpretando a la escritora desgarrada por la existencia hiper-llana de Richmond, declarando finalmente que si tuviera que elegir entre esa vida y la muerte, preferiría esta última, tocan hondamente a las fibras. La escena concluye con unas palabras sabias: «You cannot find peace by avoiding life» («No puedes encontrar la paz evitando la vida»). La otra escena que deja mucho que pensar fue la escena de la Sra. Dalloway (Meryl Streep) con su hija, cuando le cuenta que en sus visita a Richard (el poeta) se siente llena de vida, pero a la vez percibe que éste le lanza esa mirada como diciéndole «Your life is so trivial» («Tu vida es tan trivial»), llena de cosas diarias, rutinarias. ¿No es eso realmente atemorizante que la vida de uno solo consista de esos detallitos rutinarios, sin rumbo, ni objetivos por los que verdaderamente valgan la pena luchar?

A mí se me hizo incomprensible que Chicago haya ganado el Óscar a la mejor película por encima de The Hours, y también de The pianist y hasta de Gangs of New York (con el perdón de M.). Me resulta aún más extraño por el hecho de que Moulin Rouge no haya ganado el año pasado (perdonen ahora L. y M.O.), siendo, para mí, una mejor película que Chicago.

Bueno, ya es suficiente, y paro ahora mis divagaciones a estas horas de la madrugada. Si algunos de ustedes tienen comentarios u opiniones, ¡sean estos bienvenidos!


Imagen
Virginia Woolf a sus 20 años. Foto por George Charles Beresford (1902). Fuente: Wikimedia Commons
http://commons.wikimedia.org/wiki/Image:VirginiaWoolf.jpg



Friday, August 15, 2008

Las fantasías del conductor

A veces tenemos prisa por llegar. Bastante prisa. Tanta que quisiéramos que nuestro vehículo se elevara unos metros ―al estilo batimóvil o las naves de La guerra de las galaxias― y vuele directo hasta nuestro destino. Como se elevaría a una altura diferente autorizada para cada vehículo, no encontraría obstáculos ni chocaría con otros.

Por cuanto eso no es aún posible en este planeta Tierra con la «atrasada» tecnología de principios de siglo XXI, en vez de eso quisiéramos que los demás vehículos y transeúntes se apartaran automáticamente de nuestro camino, tan pronto estén en el horizonte de nuestro vehículo, tal como las presas asustadas que esquivan a sus cazadores.

Naturalmente, eso tampoco sucede siempre. Existe la posibilidad de aplicar la filosofía de Maquiavelo: arrastremos todos los que se interpongan en nuestro camino, que allá vamos sin detenernos, sin pisar frenos. El fin justifica los medios. Bueno, para eso se necesitaría un supercoche que combine la fortaleza de un tanque blindado de guerra con la velocidad de un auto de Fórmula I. El problema es que tal vehículo aún no existe. Y de existir, el inconveniente sería que tendríamos que elegir una de las siguientes posibilidades: vivir en una selva sin ley, tener contratado un costoso equipo de brillantes abogados para sacarnos de los apuros legales, o estar dispuestos a pasar un largo tiempo detrás de las rejas.

Entonces le toca el turno a esta otra fantasía: si tan solo tuviésemos un auto de Fórmula I, pero (y esto sí que no puede faltar) hecho de material indestructible, recubierto de componentes amortiguadores (para la protección en los choques, aligerando las sacudidas y evitando las traumas indeseadas), que pueda transportarnos sin detenerse, sin la necesidad de esquivar los «necios» vehículos o transeúntes que aparezcan en nuestras rutas. Como los otros vehículos también estarían recubiertos de esos amortiguadores hechos de material «inteligente», indestructible y altamente flexible, choques por aquí, choques por allá, nunca causarían daños, solo pequeñas vibraciones, menos perceptibles que las sacudidas de los aviones.

Esa posibilidad, claro, existe actualmente solo en la fantasía. Y de existir la tecnología, esa solución tampoco parece ser demasiado inteligente. Mejor aún serían los coches guiados automáticamente por computadoras, que negocian automáticamente unos con otros para darse pasos mutuamente de acuerdo a las prioridades de los pasajeros. Si varios vehículos tienen pasajeros con la misma alta prioridad, automáticamente el primero recibirá la preferencia, o se pudiera establecer otros criterios para determinar las preferencias en tales circunstancias.

Para llegar a eso nos faltan aún muchos años. Mientras tanto existe esta otra posibilidad que es mucho más factible: nos convertimos en el superconductor, el superhumano, el más habilidoso, el más ágil, el que tiene la mejor vista, con los sentidos más alertas. ¿Imprudencia, choques? Qué va. Ni los mencionen. No chocaríamos contra esos «obstáculos indeseables» (es decir, los otros vehículos, los transeúntes, algunos animalitos o animalotes, unos cuantos árboles, etc.) porque con nuestra habilidad de superconductor claro que siempre podremos rebasarlos sin peligro o esquivarlos a tiempo, sin importar nuestra soberbia velocidad. Y que conste que no es por vanidad que manejamos a esa velocidad exagerada y extravagante, ni por el deseo de sentirnos superior a los demás conductores (o ¿será que es por eso?) Tampoco mencionen que es por el deseo de impresionar a los otros. O que nos hartamos de tantos embotellamientos y tantos vehículos en las calles. Nada de eso. Es sencillamente que tenemos la «necesidad» de transitar rápido para llegar rápido. Quizás se nos olvidó que teníamos que salir a tiempo; quizás valoramos mucho nuestro tiempo ―tanto que lo sobrevaloramos― y no deseamos «desperdiciarlo»; quizás ya estamos cansados y queremos llegar pronto para descansar. O quizás estamos simplemente divirtiéndonos con la velocidad, o echando una carrera de autos con amigos en plena calle, para liberar la adrenalina y sentir excitación. O quizás nos cae mal la lentitud o el aspecto del conductor del vehículo que va delante de nosotros, y necesitamos dejarlo atrás. Muchos otros quizás…

Quizás sí pasamos por alto que mientras nuestro ego, capricho y fantasía navegan por esas esferas, seguimos siendo humanos, simples humanos. Quizás también nos olvidamos de que cada vida humana es única e irrepetible, demasiado invaluable para arriesgarla tontamente. Y quizás sea ya demasiado tarde cuando nos recordamos de todo eso [1].


Nota
[1] Lamentamos mucho el trágico accidente automovilístico ocurrido hoy viernes, 15 de agosto de 2008, en la carretera La Romana-Higüey, en la zona este de la República Dominicana. Lo expresado en este texto no pretende, de ninguna manera, indicar, insinuar o especular sobre el posible origen del trágico suceso.

Imagen
Batimóvil de los años 1960. Fuente: Wikimedia Commons
http://commons.wikimedia.org/wiki/Image:1960s_Batmobile_(FMC).jpg


Sunday, August 10, 2008

Música para el alma (4)



Mstislav (Slava) Rostropóvich (1927-2007) interpreta a Johann Sebastian Bach: el Preludio de la Suite n.º 1 para Violonchelo en Sol mayor (G major), BWV 1007.

Rostropóvich fue un gran amigo de Alexander Solzhenitsyn (1918-2008), fallecido hace pocos días. En medio del intenso acoso del régimen soviético al Premio Nobel de Literatura 1970, Slava apoyó a su amigo y lo albergó en su casa. Rostropóvich y Solzhenitsyn compartían, ante todo, una característica en común: eran artistas de excepción y seres humanos de principios e integridad moral.